Se rompe el saco

Por José Luis Sampedro

Sin duda alguna la cuestión palpitante ahora en nuestro mundo es la crisis. En los hogares y en las empresas se sufren las consecuencias; en los parlamentos, en los medios y en las tertulias se analizan sus efectos y, sobre todo, sus causas. Pero la explicación clara y definitiva nos la ofrece la sabiduría tradicional: LA AVARICIA ROMPE EL SACO. Pese a no ser sinónimos, hoy la palabra “codicia” se asocia inevitablemente con la palabra “crisis”.

La crisis, por supuesto, es la financiera. Hay otras, algunas tan graves como la alimentaria o la climática, pero la financiera las eclipsa. Prueba de ello es la conferencia mundial de la FAO: no consiguió reunir ni siquiera veinte mil millones para aplacar el hambre de los países pobres mientras que para enmendar los disparates y estafas de la gente rica han salido cientos de miles de millones (y todavía siguen saliendo) de los paraísos fiscales, las cajas secretas, las hábiles contabilidades y otros ardides de la ingeniería financiera. Los banqueros aparecen como “los malos de la película”, pero se olvida que no operan en el vacío sino dentro de un sistema y en estrecha interdependencia con él, lo mismo que el corazón en el cuerpo humano. Los banqueros se han excedido, sin poder evitarlo, porque el sistema es codicioso por naturaleza. Esta crisis no es una enfermedad en un cuerpo sano y robusto, sino al revés: toda la estructura de ese cuerpo social está desquiciada. La crisis no es una fiebre juvenil sino una deficiencia senil.

No es que el capitalismo sea malo sino que está agotado y se revela incapaz ante un mundo diferente del que le hizo nacer. En sus comienzos, hace cinco siglos, su codicia radical le impulsó a descubrir océanos, colonizar continentes, alentar un humanismo frente a oscuridades teológicas, sembrar ideas con la imprenta y fomentar el pensamiento y la riqueza: el sistema de vida occidental se hizo con el dominio del mundo. Pero esa misma codicia ha socavado la prosperidad con su exageración permanente, convirtiéndose hoy en la avaricia del anciano que se abraza a su bolsa llena con temor de perderla pero todavía ansioso de aumentar el botín.

La codicia siempre exagerada y el capitalismo insaciable carecen del sentido del límite. En la antigua Grecia respetaban a una diosa, Némesis, guardiana de los límites y perseguidora de sus transgresores. Otras culturas han ensalzado la serenidad y el equilibrio, la vida tranquila o la armonía con la Naturaleza, pero la codicia capitalista no está satisfecha y llama progreso al aumento constante de bienes y productos. La población mundial se ha triplicado a lo largo del siglo XX, sin que los recursos naturales hayan podido crecer lo mismo. Diversos estudios, que coinciden en lo esencial, muestran que desde fines del pasado siglo la regeneración de los productos naturales de la Tierra ya no restituye el consumo. Se piensa más o menos que sólo para dar a toda la población el nivel de vida de España haría falta tres planetas como el nuestro.

La palabra CODICIA tiene una acepción taurina que alude al ímpetu con el que embisten algunos toros y, ese significado es aplicable al capitalismo, que es esencialmente predatorio, sin respeto a la naturaleza ni tampoco a las personas. Desde que en sus orígenes el hombre se erigió en el Rey de la Creación, ha explotado sin reserva los recursos del planeta. Todavía en los primeros tiempos el famoso médico y filósofo, Paracelso insistía en que a la naturaleza se la vence obedeciéndola, pero esa precaución pronto quedó olvidada, en contraste con otras culturas, que consideran sagrados un árbol o una fuente. Ni siquiera se respeta siempre al prójimo, se violan los derechos humanos a pesar de proclamarlos. Con la globalización el dinero, valor supremo del sistema, circula sin barreras, mientras el movimiento de las personas se restringe con métodos tan anacrónicos como erigir vallas y muros.

Ante tanta prosperidad en las grandes urbes de los países desarrollados muchos se resisten a admitir la decadencia de tal poderío. Olvidan con eso la experiencia histórica de todos los grandes imperios. Desde Asiria y Babilonia hasta nuestros días, tuvieron su decadencia y ocaso. Fenómeno descrito magistralmente hace ya seis siglos por Aben Jaldún, un musulmán cordobés autor de una historia de los bereberes. Otro andaluz, el poeta Rodrigo Caro, acuñó ante las ruinas romanas de Italica estos hermosos versos “Las torres que desprecio al aire fueron/a su gran pesadumbre se rindieron.”

El capitalismo se rinde ya a su codicia. Hace cinco siglos Europa era una explosión de afanes en aventuras creadoras. Las gentes se embarcaban en frágiles navíos y cruzaban océanos para llegar a tierras ignotas; los mercados prosperaban en las ciudades, las universidades se multiplicaban y la imprenta sembraba ideas nuevas y audaces. Aquel espíritu de aventura se ha convertido hoy en un afán de seguridad y en un repliegue a refugios protectores sacrificándose las libertades a una supuesta seguridad. Occidente vive ahora en el miedo y hasta los ciudadanos del país más poderoso de la tierra viven en constante temor, soportando controles y restricciones.

También Roma, dominadora del mundo de su tiempo acabó desmoronándose y cayendo en un estado de barbarie y desorden. No estamos muy lejos de una situación semejante, porque la barbarie consiste en la destrucción de los valores básicos de una cultura y eso precisamente está ocurriendo en nuestro tiempo. Asistimos a violaciones de la Justicia y los Derechos Humanos, ataques a la libertad, simulaciones de democracia, deconstrucciones de la familia y hasta las mismas religiones y sus iglesias tienen sus crisis. Pero, imperturbable, la codicia continúa.

¿Caerán en saco roto estas observaciones? Es de temer que sí, como la de tantos otros, pues no soy el único en formularlas. Ya lo dijeron los clásicos: “los dioses ciegan a aquellos a quienes quieren perder”, pero lo vean o no, la codicia está rompiendo el saco.