Hace muchos años, cuando aquellas hermosas tierras apenas empezaban a ser la Costa del Sol, salí de Málaga en coche con dos amigos camino de un Gibraltar que entonces vivía con sus negocios de siempre y recibía turistas sin problemas. Era una hermosa mañana de junio, con el sol todavía muy bajo y una brisa marina deliciosa.
Al llegar a Estepona nos apeteció un cafelito y paramos en una plaza pero, al ser domingo, todo estaba cerrado, incluso los bares. No había gente a la vista. Sólo a la puerta de cierto café, desde una de las sillas dejadas fuera durante la noche, nos contemplaba un hombre ya anciano, pero de torso erguido, rostro de cuero y ojillos vivos bajo el sombrero redondo.
Todo era quietud, como suspendido en el tiempo, sin más ruído que el susurro de una fuente y el chirrido de los vencejos rasgando el aire con su vuelo quebrado. Íbamos ya a marcharnos cuando nos retuvo el sonido del cierre metálico del café al ser levantado desde dentro. En la puerta apareció un camarero que miró cómo nos acercábamos. Luego advirtió al viejo sentado y le habló. Pude escuchar la siguiente lección de buen vivir:
-¡Vaya, señor Fraswuito, a los buenos días! ¿Cómo usté hoy tan pronto levantao y en domingo?
-Ya ves tú, por eso. Como no tengo ná que hasé, he salío más temprano pá gosé.